Inocentadas
En
pleno agosto cuando el sol empieza a declinar y se alargan las noches,
recordando aquellos largos, interminables veranos de la infancia, compás de
espera de la vida que estallaba—¡ Dios mío, qué seré, a quien querré, adónde
iré, mañana quién vendrá!— cuando tirábamos varetas por wel barrio de
Castrobocos y los domingos todos a misa, retorno al ayer segoviano que se fue.
Había
moras cantidad al otro lado del puente romano por el que pasaron las legiones
romanas y los carneros de la mesta morisca, las recogíamos en un bote y
nuestras madres nos las aderezaban con azúcar y un poco de vinillo de en cá el
Tío Loco aquel tabernero que tenía una tasca cerca de la fábrica de Klein.
Sabían ricas incluso las pintonas.
Y
los monagos de la catedral empezábamos a preparar las fiestas del obispillo,
pasado el novenario de la Virgen
de la Fuencisla. El
señor Sebastián el sacristán nos maravillaba con su agilidad de gato al trepar
por la maroma que colgaba desde lo alto de la cúpula gótica. La cuerda conectaba
el templo con el campanario de la iglesia mayor de Segovia y era maravilla
verlo gatear sin cansarse cerca de cuarenta metros en vertical. Aquel alarde
era la señal de que moría el verano y se acercaba el otoño con sus hielos y
relentes. Que concluía con los autos de navidad en el enlosado y sobre todo con
la fiesta del obispillo de tradición medieval. Todo lo que sube baja y lo que
está abajo se encima. Ley de vida. las inocentadas eran una señal de la
fugacidad de las cosas humanas.
El
acontecimiento era toda una lección de humildad. Porque ese día, coincidiendo
con la llegada de San Nicolás, el acólito más pequeño era proclamado deán y era
asistido por un minorista en el simulacro de misa pontifical. Se le paseaba en andas,
triunfal, a guisa de silla gestatoria, por el claustro, con un báculo en la
mano y una mitra en la cabeza que le venía enorme, mientras el coro iba
cantando por detrás el “Iste Confessor”
cambiando el texto latino por parodias chistosas en romance. Se hacían momos y
pantomimas. Era cosa de ver aquel jolgorio.
Durante
veinticuatro horas el obispillo mandaba en la catedral y era lo que se dice un
rey de armas. El ceremonial era de raíz pagana y se había instalado de
costumbre tradicional en la iglesia desde tiempo inmemorial.
Se
honraba de este modo la llegada de san Nicolás que acudía a la cita anual cargado
de regalos que traía en un saco y se desarrollaban en las escuelas catedralicias
las famosas inocentadas.
Relación
había entre los niños degollados y las saturnales paganas para conmemorar el
final del año solar.
En
versión católica, la fiesta de los acólitos y ostiarios tenían lugar a la
puerta de las catedrales con la benevolencia de los sacerdotes. Llevaban un
burro a coro cantando canciones licenciosas.
Al
momento de yantar, se enviaban al refectorio paquetes de envoltura; dentro había
dulces, juguetes y toda clase de regalos. En todo caso, carbón y serrín, también,
cuando el comportamiento o la aplicación escolástica del alumno había dejado
que desear.
Según
hubiera sido el comportamiento del primer trimestre llamado Michelmas, así la
calidad de los presentes.
Asimismo,
se destronaba al rey Herodes arrebatándole el cetro y la corona. Al funesto degollador de inocentes al final lo
quemaban en efigie, no sin antes haber tiznado su estatua de piel de sapo.
El
sapo ese místico batracio cuya saliva usaban las brujas para volar. La primera
escarcha marcaba el fin de la temporada micológica. Ya estábamos a las puertas
del invierno y los campos aparecían sembrados de setas alrededor de la capital.
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