miércoles, 17 de agosto de 2016


 

Inocentadas

 

En pleno agosto cuando el sol empieza a declinar y se alargan las noches, recordando aquellos largos, interminables veranos de la infancia, compás de espera de la vida que estallaba—¡ Dios mío, qué seré, a quien querré, adónde iré, mañana quién vendrá!— cuando tirábamos varetas por wel barrio de Castrobocos y los domingos todos a misa, retorno al ayer segoviano que se fue.

Había moras cantidad al otro lado del puente romano por el que pasaron las legiones romanas y los carneros de la mesta morisca, las recogíamos en un bote y nuestras madres nos las aderezaban con azúcar y un poco de vinillo de en cá el Tío Loco aquel tabernero que tenía una tasca cerca de la fábrica de Klein. Sabían ricas incluso las pintonas.

Y los monagos de la catedral empezábamos a preparar las fiestas del obispillo, pasado el novenario de la Virgen de la Fuencisla. El señor Sebastián el sacristán nos maravillaba con su agilidad de gato al trepar por la maroma que colgaba desde lo alto de la cúpula gótica. La cuerda conectaba el templo con el campanario de la iglesia mayor de Segovia y era maravilla verlo gatear sin cansarse cerca de cuarenta metros en vertical. Aquel alarde era la señal de que moría el verano y se acercaba el otoño con sus hielos y relentes. Que concluía con los autos de navidad en el enlosado y sobre todo con la fiesta del obispillo de tradición medieval. Todo lo que sube baja y lo que está abajo se encima. Ley de vida. las inocentadas eran una señal de la fugacidad de las cosas humanas.

El acontecimiento era toda una lección de humildad. Porque ese día, coincidiendo con la llegada de San Nicolás, el acólito más pequeño era proclamado deán y era asistido por un minorista en el simulacro de misa pontifical. Se le paseaba en andas, triunfal, a guisa de silla gestatoria, por el claustro, con un báculo en la mano y una mitra en la cabeza que le venía enorme, mientras el coro iba cantando por detrás el “Iste Confessor” cambiando el texto latino por parodias chistosas en romance. Se hacían momos y pantomimas. Era cosa de ver aquel jolgorio.

Durante veinticuatro horas el obispillo mandaba en la catedral y era lo que se dice un rey de armas. El ceremonial era de raíz pagana y se había instalado de costumbre tradicional en la iglesia desde tiempo inmemorial.

Se honraba de este modo la llegada de   san Nicolás que acudía a la cita anual cargado de regalos que traía en un saco y se desarrollaban en las escuelas catedralicias las famosas inocentadas.

Relación había entre los niños degollados y las saturnales paganas para conmemorar el final del año solar.

En versión católica, la fiesta de los acólitos y ostiarios tenían lugar a la puerta de las catedrales con la benevolencia de los sacerdotes. Llevaban un burro a coro cantando canciones licenciosas.

Al momento de yantar, se enviaban al refectorio paquetes de envoltura; dentro había dulces, juguetes y toda clase de regalos. En todo caso, carbón y serrín, también, cuando el comportamiento o la aplicación escolástica del alumno había dejado que desear.

Según hubiera sido el comportamiento del primer trimestre llamado Michelmas, así la calidad de los presentes.

Asimismo, se destronaba al rey Herodes arrebatándole el cetro y la corona.  Al funesto degollador de inocentes al final lo quemaban en efigie, no sin antes haber tiznado su estatua de piel de sapo.

El sapo ese místico batracio cuya saliva usaban las brujas para volar. La primera escarcha marcaba el fin de la temporada micológica. Ya estábamos a las puertas del invierno y los campos aparecían sembrados de setas alrededor de la capital.

No hay comentarios:

Publicar un comentario